con constancia y paciencia se alcanzan las cumbres

viernes, 17 de diciembre de 2010

Veintiuna Historias de Amor de Pedro Blanco Naveros. El don preclaro de evocar los sueños. Prólogo de Miguel Naveros


De toda la memoria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños, escribió Antonio Machado en reflexión que tiene mucho de mirada sobre su propia poesía y, en general, sobre la literatura. Son unos versos que me gustaron siempre, tal vez porque desde bien joven vi en ellos cuanto más me atraía —y me sigue atrayendo— de la vida, la ensoñación.
Pues bien, he recordado varias veces estos dos versos mientras leía las Veintiuna historias de amor que componen los relatos de Pedro Blanco Naveros, porque las veintiuna historias son una colección de momentos unidos por ese sutil, sutilísimo hilo que es la memoria, memoria entendida como memoria literaria, o sea, como memoria que ha pasado por el tratamiento literario de ese alambique del tiempo y en el tiempo del que tan certeramente escribió Jorge Guillén a propósito de Bécquer.
Es curiosa la simplicidad de las grandes cuestiones, y pocas tan grandes tenemos los seres humanos ante nosotros como la de nuestra propia memoria, porque ese tratamiento o alambique del tiempo y en el tiempo que convierte el recuerdo en poesía es tan natural, tan sencillo y fieramente humano, tan universal que cuesta verlo, es más, que sólo los poetas lo ven aunque lo tengamos todos.
Ni el octosílabo, ni el heptasílabo, ni el endecasílabo, ni el alejandrino. Los dos versos más utilizados a lo largo de la historia y de la vida son la sonrisa y la mirada. Ya sean propias o ajenas, hacer de ellas ese octosílabo, ese heptasílabo, ese endecasílabo o ese alejandrino es la función del poeta, y verso continuado hasta el infinito la del narrador, que vive al fin y al cabo para contar las pulsiones de los seres vivos, materia misma incluida, porque también los elementos tienen gramática e historia, alma.
La sonrisa y la mirada son los dos más potentes instrumentos de comunicación con los que contamos, porque con ellos nos manifiestan —y a través de ellos manifestamos— ese cruce de sentimiento y pensamiento que es el estado de ánimo, que es ese átomo de la vida que define el momento.
Con una sonrisa cálida le dijo aquel primer amor al autor de estos relatos ensoñadores que no le importaba lo más mínimo haber sido descubierta desnuda, y con una sonrisa pícara por lo contrario, por haberlo descubierto a él desnudo, le preanunció la patrona de una casa que no iba a ser un simple realquilado más. Con unos ojos que brillaban como los de una gata responde aquella mujer de dos plantas más abajo a la mirada voyeur del autor de estos relatos ensoñadores, y con los ojos abiertos de par en par y por unas perrillas se abre él con siete años a la vida y su primera gran aventura, ver un sexo de mujer.
Así se aprende la vida, entre miradas y sonrisas, y así se recrea luego, entre diferidas miradas y diferidas sonrisas con las que la memoria dicta permanente sentencia, la de la sonrisa picarona y por lo tanto feliz que ya provoca entre sueños el recuerdo en el chico mitad adolescente mitad hombre o la de la mirada cansada y por lo tanto infeliz de la mujer madura que anhela un tiempo perdido.
Estamos ante un libro de relatos que es autobiografía sentimental, recorrido de ilusiones por ese reloj profundo que son las edades de lo que se ha dado en llamar laxamente amor, por esa brújula profunda que son los lugares que, del sur al norte, han enmarcado eso que se ha dado en llamar laxamente amor, en suma, por los estadios anímicos e intelectuales, también históricos, que suponen en aglomerado las épocas por las que hemos transitado una tras otra, hasta que ya no haya ni una sola mirada ni una sola sonrisa sobre el presente, volátil devenir pero único postrero devenir al fin y al cabo.
Las miradas de hoy alimentan las que mañana ofrecerá la memoria, e igual hacen las sonrisas, y estas Veintiuna historias de amor nos miran y sonríen, lo que significan que son ya, además de realidad literaria, memoria en sí mismas, o sea, materia para futuras miradas y futuras sonrisas. Seguirán otros relatos a este relato, no me cabe la menor duda, porque el seductor sigue sonriendo en busca de más sonrisas y el voyeur sigue mirando en busca de más miradas, ojo que ve porque es visto y también porque ve, literatura que ve y que deseando quedo volver rápido a ver.
Pedro Blanco Naveros es hombre de ensueños, y como tal seguirá aplicándole a la vida ese tratamiento literario que le da sentido, porque a quien está tocado por la literatura y sus efectos le pasa siempre al final lo que a Milan Kundera, que acaba sólo y exclusivamente ligado a la desprestigiada herencia de Cervantes, lo que no es poco, por cierto, incluso lo único, diría.

Miguel Naveros
Escritor